HOY FIRMA: ENRIQUE GRACIA TRINIDAD. "LOS POETAS NO SOMOS MÁS QUE NADIE... NI MENOS"
Contaba Valle-Inclán que siendo niño acudió José Zorrilla a visitar su colegio. Al enseñarle el pequeño Ramón María algo que había escrito, le dijo el autor del Tenorio: "¿Tú también eres poeta?"
Y sigue Valle-Inclán: "Sentí la frase como una consagración, ¿poeta? Sí; yo ya había visto en el fondo de las cosas la distinción de la tristeza, había dialogado con la Luna y comenzaba a descubrir que las rosas guardan el encanto de haber sido mujeres"
Y sigue Valle-Inclán: "Sentí la frase como una consagración, ¿poeta? Sí; yo ya había visto en el fondo de las cosas la distinción de la tristeza, había dialogado con la Luna y comenzaba a descubrir que las rosas guardan el encanto de haber sido mujeres"
Romanticismos y gracia aparte, esto de ser poeta es sin duda un oficio en el sentido de "ocupación habitual" no de cargo, ministerio o profesión oficial; más bien, permítaseme el juego de palabras, un oficio oficioso.
También podría llamarlo profesión sin sentirme mal por ello. No me importa hacerlo, al menos en el primer sentido de la palabra, porque sin duda ejerzo ese arte, ciencia o trabajo si se quiere.
También podría llamarlo profesión sin sentirme mal por ello. No me importa hacerlo, al menos en el primer sentido de la palabra, porque sin duda ejerzo ese arte, ciencia o trabajo si se quiere.
Todo ello no tiene nada que ver con el sentido monetarista que ahora se da a la "profesión" ejercida tras obtener un título, diploma o permiso. Tampoco tendría que ver con el sentido mágico o religioso que se da a “profesar” y que opino que también debe ser ajeno a la poesía, pese a que tuerzan el gesto y pongan los ojos en blanco los amigos de lo numinoso.
¿Quién puede o pretende vivir —comer— de la poesía? Recuerdo que Leopoldo de Luis nos comentaba en cierta ocasión que "de la poesía no se come, en todo caso se merienda y no todos los días". He escuchado también, a no sé quién, decir con ingenioso acierto: “Yo vivo de la poesía, pero no como”. Personalmente, ni siquiera eso. Por otro lado ¿quién puede empeñarse en sublimar hasta el absurdo el hecho de escribir poesía? Personalmente no me da la vida, me ayuda a vivir, me hace la existencia más llevadera, me hace soportar la estúpida locura en que los seres humanos hemos convertido la vida. Todo ello sin sacralización ni pose de elitismo. El mayor beneficio que me da la poesía, y no es poco, son los amigos que también la persiguen en sus insomnios.
Acepto el criterio de algunos poetas que no gustan de llamarse así y prefieren el término escritor. Es correcto sin duda, pero no comparto los escrúpulos exagerados de algunos a la hora de confesarse “poeta”; dichos
Acepto el criterio de algunos poetas que no gustan de llamarse así y prefieren el término escritor. Es correcto sin duda, pero no comparto los escrúpulos exagerados de algunos a la hora de confesarse “poeta”; dichos
escrúpulos son una rémora que viene del desprecio ignorante o de la petulancia absurda. Cuando se afirma serlo, puede y debe ser simplemente una forma de entendernos, de llamar a las cosas por su nombre. Insisto en ello: jamás le he tenido miedo a las palabras —será por inconsciencia, ya que son peligrosas—, y por eso no me importa que me llamen poeta, aunque soy, en realidad, un escritor, un tipo que se atreve a escribir. Lo haga en poesía, en prosa o en lo que sea.
Creo que queda claro —lo he avanzado ut supra— que no me sumo a los que inconsciente y pedantemente atribuyen a la denominación “poeta” características de sublimidad que no tiene; de iluminación a la que no llega; o de condición prestigiosa, lo que ya da risa tal y como van los tiempos.
Defiendo este oficio, esta dedicación, esta tarea en su normalidad y hasta en su vulgaridad a veces. Lo defiendo contra los que lo menosprecian afirmando que estamos en las nubes, que no servimos para la vida normal, contra los que afirman con boca de mercachifle “¡con los poetas ya se sabe!”.
Valga como ejemplo de esto una experiencia personal: Durante el último trabajo por cuenta ajena que realicé, en el que dirigía una instalación social, me dieron el primer Premio de poesía de la Feria del Libro de Madrid. Pues se corrió la noticia y aunque hubo muchas felicitaciones, también menudearon burlas de todos los colores, y más cuando supieron que ya había publicado poesía diecinueve años antes —¿cómo un gestor podía ser poeta? aficionado a la música, la pintura y hasta a las putas, vale, ¡pero a la poesía!—. Terminó siendo uno de los factores que contribuyeron a que tuviese que abandonar aquel trabajo; hoy sé que para su vergüenza y mi orgullo.
Contra esos tipos sí me declaro poeta e insisto en reivindicar la normalidad de esta dedicación, la necesidad de este ejercicio, su condición de imprescindible, su compatibilidad con cualquier otra actividad, la fuerza de su auténtico carácter.
Por cierto, no me voy a comprar una lira como afirma con sorna alguno: ya tengo una carraca. No voy a poner los ojos en blanco porque para la poesía hay que tenerlos muy atentos. Y sobre todo no me voy a creer más que nadie por ser poeta. Sentirse tal no nos hace mejores, sólo —ojalá— un poco más conscientes. En igualdad de condiciones con muchos otros que sin ejercer la poesía son también absolutamente conscientes de lo que es importante, de la belleza y el horror del mundo, de la necesidad del compromiso humano, de la solidaridad y la denuncia, del esfuerzo para con uno mismo y para con los demás, de la importancia de la mejor palabra, de la servidumbre y el privilegio de estar vivos y conscientes.
Los poetas no somos más que nadie, pero tampoco menos.
Enrique Gracia Trinidad (Madrid,1950) Es escritor, divulgador cultural y actor.
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